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Fiebres de malta, cólera y el fin del capitalismo


Roque San Severino

Ocasionalmente, a los pueblos les sobreviene una crisis de fe, en las que todas las verdades, hasta entonces inmutables, se tornan en dudas. En estas circunstancias, la voz de los líderes civiles, económicos o espirituales se hace sorda y lejana, apagada por el estruendo de los murmullos ensordecedores y de los cuchicheos estruendosos. Así, hace ya algunos años, quiso la mala fortuna que coincidiera la aparición de un perro muerto en la Fuente del Oro con unos cuantos casos de fiebres de malta provocados por unos quesos de la peña de Losa. Balmaseda se convirtió en candidata a la cuarentena clínica. Eran tiempos en los que le hombre del tiempo, en blanco y negro, anunciaba, junto con el anticiclón de las Azores, algunos brotes de diarreas estivales  -vulgo, cólera morbo- en determinadas zonas de Levante.

Los rumores se precipitaron y todos los ciudadanos de la Villa dejaron de consumir, mayor disciplina que si por orden del alcalde, agua del caño, a la que, por otro lado, nunca tuvieron gran afición. El consumo de agua de Solares y de Lanjarón se disparó, al punto de que Anastasio, el bodeguero de la calle Correría, se quejaba con escándalo de que una botella de agua costara más que una botella de su vino. En el fondo, este comportamiento era irracional, pues ninguno de los análisis del farmacéutico Morante pudo determinar peligro alguno en el consumo de agua de la traída, como demostró el hecho de que nadie cayera enfermo en los pueblos circundantes, también usuarios del caudal del Cadagua.

La actual crisis económica, su virulencia y, particularmente, sus orígenes parecen haber sembrado dudas sobre la continuidad del  capitalismo como sistema económico. Así, no es extraño oír voces que, a la manera de agoreros milenaristas, proclaman el fin del capitalismo; en tanto que otras, más positivas ellas, claman por su refundación. Estos mensajes, intercalados entre anuncios de aumento del desempleo, caídas del PIB, crisis bancarias, estafas millonarias y planes de rescate fallidos, inevitablemente, causan efecto, como lo demuestra la sonrisa reivindicativa de quien, no sin esperanzas interesadas, resucita a Marx como profeta del Apocalipsis, competidor de San Juan.

Sin embargo, a este muerto hay que hacerle la autopsia antes de darle tierra, Comprobar que, efectivamente, no le queda un hálito de vida, no vaya a ser que un ronquido evidencie que sólo está dormido y se queden con cara de acelga aquellos que se apresuraban a suscribir su acta de defunción. 

En primer lugar, es preciso preguntarse cuál es la esencia del capitalismo y su factor distintivo frente a otros sistemas económicos alternativos.  Esta pregunta admite pocas dudas, en el sentido de que dicha esencia es  la propiedad privada y la capacidad del individuo para disponer de la misma conforme a su interés. De acuerdo a este principio, quienes argumentan el fin del capitalismo confunden la esencia con  la consecuencia, la causa con el efecto.  El capitalismo no está acabado, pues muy escasas y marginales son las voces que discuten la continuidad de la propiedad privada.

No obstante, no sería intelectualmente honesto dar con esto por zanjado el debate, pues si el capitalismo no está en crisis, ciertamente, esto no puede ocultar la permanencia de  un debate acerca de la eficiencia del mercado como mecanismo de liquidación de dicha propiedad. Pero, nuevamente, este debate no alcanza a la esencia misma del sistema capitalista sino a una consecuencia del mismo. Para mayor abundamiento, dicho debate ni siquiera se extiende  a la  legitimidad del libre mercado sino, exclusivamente a sus límites y a la capacidad de las sociedades avanzadas para asumir los costes derivados de las ineficiencias consustanciales a los límites a la libertad de los mercados impuestos por poderes públicos democráticos.

Por consiguiente, la crisis no es del capitalismo, que, en nuestro mundo globalizado, goza, objetivamente y sin falsos milenarismos oportunistas tanto por la banda izquierda como por la derecha, de una salud proverbial, sino del esquema de preferencias y, por apurar el argumento, gustos de una sociedad justificadamente traumatizada por la peor crisis económica de los últimos ochenta años. Las  preferencias relativas a la dualidad riesgo-rentabilidad han variado  hacia esquemas en los que las sociedades están dispuestas a aceptar un menor crecimiento a cambio de una mayor estabilidad, en base a la intervención económica  de los poderes públicos. Pero la historia del capitalismo, de la propiedad privada como institución económica definitoria, está cuajada si no construida sobre variaciones en este esquema de preferencias, alternando el liberalismo manchesteriano de una Gran Bretaña en expansión victoriana con el intervencionismo de una Gran Bretaña  exhausta y en contracción imperial del mandato de Eden, sin que ello implique el fin del capitalismo.

En otra línea argumental, un sistema económico no es sino el resultado de un conjunto de valores morales y sociales materializados en instituciones políticas y jurídicas, en base a las cuales los individuos deciden la gestión de los recursos escasos. Desde este punto de vista, desde la extinción de esa especie, que muchos paleontólogos dudan de que jamás llegara a existir, que fue el “homus sovieticus” no es fácil ver el surgimiento de un conjunto de valores morales y sociales que sustenten un sistema económico alternativo y sustitutivo del capitalismo. Indiscutiblemente hay adalides de dichos valores alternativo,; pero no es menos cierto que sus seguidores no se agrupan por legiones y eso, en una sociedad democrática, es determinante

En la literatura económica de nuestros días, particularmente en el género periodístico, no faltan los agoreros que, vestidos de sayo y cubiertos de ceniza, proclaman aquello de “Arrepentíos, el fin del capitalismo está cerca”. Sin embargo, los hechos no parecen avalar esta visión, pues tanto la esencia del capitalismo, la propiedad privada, como los valores morales y sociales que lo sustentan, no están siendo cuestionados, lo cual no quiere decir, claro está, que pronto no lo puedan estar. En consecuencia, la pervivencia del capitalismo no es el debate sino, en el mejor de los casos, los excesos y errores que se han cometido en su nombre. No cabe ser pretencioso ni intelectualmente torticero e identificar el debate sobre la estrategia de maximización del valor del accionista o la discusión sobre los problemas de alineamiento de intereses entre los diversos agentes del sistema financiero con la crisis del capitalismo.

La clase política mundial ha tocado a rebato ante la posibilidad de pasar a la historia como ya lo hicieron los partícipes de la conferencia de Bretton Woods. Pero lo cierto y verdad es que aquellos tampoco tuvieron la pretensión de refundar un sistema económico sino, sencillamente, de arbitrar los medios para su supervivencia. En este sentido, el liberalismo está más impreso en el ADN de esta clase política de lo que le gustaría admitir. La mejor prueba, posiblemente, es la actitud que ésta toma con respecto al proceso de salvamento de instituciones financieras. Por lo menos hasta la fecha, ningún mandatario del G-20 ha alzado la voz en favor de una banca pública. Más bien al contrario, todas las manifestaciones se han producido en el sentido de asegurar que la presencia pública en los bancos intervenidos es meramente instrumental y transitoria y que, tomadas las medidas encaminadas al fortalecimiento del sistema financiero, la vocación del sector público es la de retirarse y permitir que sea, nuevamente, el capital privado quien gestione la banca.

Las crisis, tanto económicas como políticas, modifican las percepciones de riesgo de las sociedades y, en determinadas circunstancias, las sociedades están dispuestas a pagar altos precios por la limitación de estos riesgos. Los años 30 evidenciaron un suave deslizamiento de las sociedades por la curva de la tentación totalitaria de uno u otro signo. Esta situación no parece evidenciarse en la actualidad, otro signo evidente de que el capitalismo, aunque vapuleado y sufriente, goza, como los muertos erróneamente atribuidos a Zorrilla, de buena salud.

Los buenos cuidados médicos del Dr. Andonegui y mucha hidratación pronto acabaron con la alarma de los balmasedanos, aunque justo es decirlo ya nunca más se vio a las lugareñas, garrafa en mano subir las escaleras hasta la Fuente del Oro, contentándose, a partir de entonces, con el agua de la traída. De la misma manera, seguramente tardemos mucho tiempo en volver a escuchar a los exégetas del capitalismo hablar del fin de la historia, a la vista de un irrebatible pero amoratado triunfo del liberalismo económico.