La nueva guerra tecnológica: automóvil y globalización
Magdalena Cadagua
Analista de Iberglobal
La guerra tecnológica en torno al automóvil tiene un carácter global, conllevando, así, importantes consecuencias negativas sobre el proceso de globalización.
A finales del siglo XIX, el mundo fue testigo de una de las guerras tecnológicas más intensas y de mayor proyección económica que se han registrado en los anales: la guerra entre la corriente continua, promovida por Edison (General Electric), y la corriente alterna, patrocinada por Westinghouse. El resultado de esta guerra tecnológica, pero también industrial y comercial, es hoy bien evidente: la victoria absoluta e inapelable de la corriente alterna sobre la continua.
Hoy vivimos una guerra tecnológica de, posiblemente, un mayor alcance económico y que gira en torno a un producto que persiste, tras casi un siglo de presencia en el mercado, en la generación de riqueza innovadora, de empuje empresarial marshalliano y de prosperidad schumpeteriana: el sector del automóvil.
Esta guerra tecnológica es la que se libra para la determinación del mecanismo de propulsión del vehículo: motor eléctrico por baterías de litio, motor eléctrico por baterías de oxígeno o la pervivencia del motor de combustión interna. El mayor alcance económico de esta nueva guerra tecnológica viene determinado tanto por el tamaño del mercado en disputa como por su alcance geográfico global, frente a un mercado incipiente y local, como fue la llamada guerra de las corrientes. El sector del automóvil aporta cerca del 3% al PIB mundial.
La segunda importante diferencia entre ambas guerras tecnológicas es que la primera tuvo como protagonistas a empresas privadas que, inicialmente, aspiraban a suministrar un bien público como es la iluminación urbana. Lo que estamos viviendo hoy, precisamente por su importancia económica global, es un enfrentamiento entre naciones para la producción de un bien privado como es el automóvil.
Efectivamente, un breve repaso a la actualidad económica internacional nos habla de medidas de política comercial europeas y norteamericanas contra las importaciones de vehículos eléctricos chinos; de iniciativas de política industrial china para cubrir las inmensas pérdidas de la industria china de vehículos eléctricos, artificialmente sostenida por vía de créditos de la banca pública china que son sempiternamente refinanciados; de las políticas públicas de fomento de la inversión en I+D+i en las que todos incurren.
Los países, perfectamente conscientes de la importancia industrial y económica que está en juego con la pervivencia de su cuota del sector, han decidido poner toda la carne en el asador, en defensa respectiva de las diferentes opciones tecnológicas. En este empeño, no parecen dudar en cuestionar el orden económico que, en gran medida, tiene su origen en este sector, esto es, la globalización. El sector que, en gran medida, es el epítome de la globalización puede ser también una de las principales causas y manifestaciones de su superación.
Sin embargo, el precedente de la guerra de las corrientes, matizado por una realidad bien distinta, como se ha esbozado, puede desembocar en resultados diferentes. En concreto, no cabe esperar una solución en la que “winner takes all”, un juego de suma cero en el que hay una parte victoriosa y todas las demás son lastimosas perdedoras. Por el contrario, conforme se van desvelando los beneficios y los costes públicos, privados y sociales de cada una de las alternativas tecnológicas, no parece muy descabellado pensar que el resultado final de esta guerra será una paz más o menos estable, en la que convivirán las diversas opciones tecnológicas, sirviendo a segmentos diferenciados del mercado.
Ante esta eventualidad, cabe preguntarse si el coste de la guerra, esto es, el sistema comercial internacional basado en normas y, en última instancia, la globalización, no resulta excesivo.