España: recortes presupuestarios y financiación concesional de exportaciones
Roque San Severino
“Platita” fue un tipo afortunado. Hijo único, heredó, en primer lugar, una modesta fortuna de su padre, indiano que hizo ventura en Argentina, fabricando muebles metálicos, para volver a Balmaseda, construir una casa en La Banqueta y plantar la tópica y, falsamente, nostálgica palmera en el jardín delantero. Si el padre adoptó la costumbre porteña de referirse al dinero como “la plata”, el hijo, en un pueblo en que los motes son una categoría, no podía por menos que acabar como “Platita”. Pero el patrimonio de éste no se limitó a la herencia paterna y, con el correr de los años, vio su fortuna crecer con una sustancial cascada de herencias de tías solteronas y otros parientes sin mejores herederos.
Prestando oídos a consejos, interesados unos y bienintencionados otros, Platita se planteó invertir una parte de su fortuna y lo hizo en diversos negocios de madera, fundiciones, etc. Sin embargo, la suerte quiso que uno de ellos le fuera mal y perdiera una parte de su patrimonio. Esta contrariedad afectó mucho al ánimo empresarial de este vecino de la Villa. Vendió el palacete que mandó construir su padre y se mudó a un piso profundo y oscuro en la Plaza de los Fueros, donde, rodeado de gatos, malvivió hasta fallecer, dejando a Hacienda una importante fortuna, a falta de herederos ni próximos ni lejanos. Platita reaccionó en exceso ante la contrariedad y prefirió la seguridad en la sordidez.
Con mayor o menor retraso, con mayor o menor decisión, por principios unos y por obligación otros, se ha generado un cierto consenso entre los españoles en torno a la idea de que el Sector Público español estaba sobredimensionado y que un ajuste presupuestario era inevitable. Sólo con esta perspectiva puede comprenderse la escasa reacción a los recortes operados en los sueldos de los trabajadores de la Administración y en la actualización de las pensiones. Sin embargo, es posible que exista un segundo consenso, éste menos explícito, soterrado y silencioso, como es la percepción de que incluso este recorte resultará insuficiente; que las iniciativas dirigidas a reducir el número de Direcciones Generales, primero, y, próximamente, de Secretarías de Estado y Subdirecciones Generales no pasan de ser vacuos gestos hacia una galería que ya se conoce el percal y sabe que esto sólo implica dejar de pagar por un lado para pasar a pagar por otro, pues todos los Directores y Subdirectores Generales son, por norma y con contadísimas excepciones, funcionarios.
Sin embargo, lo cierto es que la maquinaria de la Administración ha entrado en modo “overdrive” y los zelotes del gasto público se han adueñado de los mecanismos de decisión, tras casi diez años de, a falta de coyuntura propicia, exilio forzoso. Su irrupción en la política económica ha sido tan briosa como apresurada la retirada de los profetas de un keynesianismo tan elemental como fuera de contexto, tan intuitivo como carente de referencias en la realidad de nuestra economía, tan falto de sofisticación como preñado de sentimiento de la oportunidad. Pero lo cierto es que estas características amenazan con ser repetidas por los nuevos abogados de la austeridad pública, pues los ineludibles recortes del gasto público han de responder a un claro criterio de facilitar la recuperación económica y no ser tan indiscriminados, en el marco de una economía abierta como es la española, como para poner en jaque las posibilidades de que un potencial recuperación de de la demanda se filtre al exterior, a falta de una capacidad interna para satisfacerlo. En definitiva, es imprescindible que el ajuste presupuestario tenga entre sus objetivos la minimización de su impacto sobre el sistema empresarial e industrial, manteniendo intacta, en la medida de lo posible, la capacidad de éste para responder al mencionado estímulo de la demanda con un aumento de la actividad y, en función de su capacidad instalada, del empleo. Lamentablemente, la política presupuestaria hasta ahora articulada carece de esta sensibilidad y para muestra valgan dos botones.
El primero es la política de financiación de las Administraciones Públicas a través de la Deuda Pública no formalizada que se materializa en los atrasos o, incluso, impagos a proveedores privados. La naturaleza inembargable de los bienes de titularidad pública, en conjunción con el atractivo mesmerizante que la supuesta estabilidad de la demanda de origen público tiene para la actividad empresarial, en momentos de baja actividad y bajo determinadas circunstancias de irresponsabilidad, es una trampa mortal para las empresas. Cuando se imponen políticas de restricción del gasto público poco sofisticadas, de manera automática y no sin una enorme carga de sentido común, los administradores aplican los recursos disponibles a proyectos futuros antes que al pago de los proyectos pretéritos, encontrándose los proveedores de estos últimos con la imposibilidad de cobro y, en última instancia, de supervivencia. Así, el respeto por los compromisos financieros adquiridos y resultantes de proyectos ejecutados ha de tener prioridad sobre el emprendimiento de nuevas actividades que entrañen gasto público y ello tanto por motivos tanto formales – transparencia y veracidad de la deuda pública- como materiales -favorecer la supervivencia del tejido empresarial-. Alternativamente, la deuda resultante del impago público a proveedores debería ser, pasado un cierto plazo, automáticamente titulizable, transmisible y redimible contra deudas con el Estado. Lo contrario es un ejercicio de trilerismo presupuestario amparado en la impunidad que supone la imposibilidad de ejercer cualquier acción ejecutiva contra el deudor moroso de naturaleza pública.
La segunda es la sorprendente política de aplicación preferencial de los recortes presupuestarios sobre los instrumentos de fomento de la competitividad de las empresas. Ya se comprobó esta circunstancia en el caso de la irreflexiva reducción de la dotación presupuestaria del ICEX, la mayor del conjunto de la Administración. Ahora, ha suscitado alarma la noticia de la posible suspensión, por parte del ICO, de los pagos derivados de operaciones con cargo al Fondo de Ayuda al Desarrollo (FAD), en marcha, aprobadas por el Consejo de Ministros y con el oportuno convenio de crédito suscrito entre el ICO, como agente financiero del Gobierno español, y el agente financiero de un gobierno extranjero, que concede su garantía soberana a la correspondiente operación crediticia. Las consecuencias de esta medida son evidentes; no hace falta ser un iniciado en el arcano de la cosa pública para visualizar que esta situación sería interpretada, por los mercados financieros, como un incumplimiento, que alimentaría las ya orondas dudas acerca de la capacidad de pago española, y, por los mercados comerciales, como un desprestigio de las empresas españolas y su capacidad de cumplimiento de sus contratos. En ambos casos, la imagen más certera sería la desesperanzada cara de Sísifo, al ver rodar cuesta abajo la piedra que tanto le costó subir a la colina.
Pero, siendo graves estas consecuencias, no lo son menos las circunstancias en que esta decisión es tomada. En primer lugar, destaca su futilidad, pues quien tomara tan trascedente decisión parecía ignorar su absoluta intrascendencia presupuestaria. Las disposiciones con cargo al FAD no computan a efectos de déficit público, pues son unas simples variaciones en la posición activa del Estado. Todos los males del infierno para nada, excepción hecha de la estéril satisfacción de algún burócrata del Gosplan que, ciega, pero obedientemente, cree haber cumplido con la cuota asignada.
En segundo lugar, destaca la descoordinación, pues la reducción en las dotaciones presupuestarias de la vertiente comercial del FAD que motiva esta anunciada suspensión de disposiciones coincide en el tiempo con el aumento de la capacidad de concesión de créditos de otra vertiente del FAD, en más de 500 millones de Euros. La paradoja es aún mayor si se tiene presente que el argumento para este aumento es, precisa y sorpresivamente, que no genera déficit. Cuando exactamente el mismo argumento sirve para recortar y para ampliar una dotación presupuestaria, es que el decisor o bien no sabe lo que dice o bien no le importa; pero, ya sea por desconocimiento o por omnipotencia, no ejerce correctamente el papel que una administración democrática le ha asignado.
En tercer lugar, sorprende la inoportunidad. En honor a la verdad, hay que reconocer que las ultimísimas noticias son que, tras ímprobos esfuerzos, se van a rebañar los medios para que el ICO pueda hacer frente a sus obligaciones de pago derivadas de operaciones con cargo al FAD ya en marcha. Sin embargo, estas mismas noticias también aseveran que este esfuerzo implica que, aparentemente, a lo largo de los dos próximos años, no se aprobarán más operaciones de financiación concesional con cargo a la vertiente comercial del FAD. Pero, el asunto es que esta noticia surge apenas un mes después de la aprobación por las Cortes de un nuevo fondo dedicado, específicamente, a estos menesteres y heredero directo de la mencionada vertiente comercial del FAD: el Fondo para la Internacionalización de la Empresa (FIEM). Un esfuerzo político huero, antes en el ámbito de los planteamientos, como ya se analizó en otra reflexión, y ahora en el terreno de lo material. Un futuro muy similar al que le aguarda a otro heredero del FAD, el Fondo para la Promoción del Desarrollo (FONPRODE), aún en tramitación parlamentaria, creado para encauzar la ayuda oficial al desarrollo de naturaleza no reembolsable. Así un instrumento de crédito es estrangulado presupuestariamente y un instrumento de donación, presupuestariamente inviable, es transformado en un instrumento de crédito, operativamente inviable.
El cúmulo de problemas y contradicciones en los ámbitos político, financiero, económico, comercial, empresarial y diplomático es, como las verdades proclamadas por la Declaración de Independencia norteamericana, “self evident” y parece preciso e inevitable que alguien, en este ámbito y cuando aún estamos a tiempo, pise el balón en el centro del campo, levante la vista y ordene el juego, imponiendo el juego de equipo y los intereses colectivos por encima de los deseos de protagonismo y las humanas y naturales ambiciones. Si no lo conseguimos, corremos el serio riesgo de hacer un mal negocio colectivo, como sociedad, y vernos abocados a buscar un refugio en la mezquindad del perdedor, en un piso profundo y oscuro de la Plaza de los Fueros, como Platita.