La reforma sectorial de la economía española: una herencia ineludible
Roque San Severino
Por esas cosas que nadie alcanza a explicarse, en mi casa había tres objetos de veneración que han pasado, como el ADN mitocondrial, por línea femenina, de una generación a otra. La primera era la fórmula magistral del anestésico JAC, descubierto por el bisabuelo de este cronista, D. José Alonso de Celada, farmacéutico de Balmaseda, uno de los primeros anestésicos inyectables del mundo, con el que ganó no poco dinero. Escrita en un cuaderno escolar de hule negro, con letra picuda de colegio de monjas, en tinta morada, imagino que por efecto del tiempo, la fórmula era guardada por las muy numerosas hermanas de mi abuela con celo sólo comparable al de los cuarenta ladrones con la palabra mágica que abría la puerta de acceso a su maravillosa cueva. El segundo tesoro era un “lignum crucis”, una astilla certificada de la vera cruz, y el tercero, inexplicable, era un rubio tirabuzón del hermano de la tía Laurita, una amiga de la familia, muerto mucho antes de que este cronista tuviera memoria.
Esta familiar reflexión viene a cuento de cómo, en el mundo de los negocios internacionales, lo que para unos pasa como sin valor, para otros es invalorable, valga el juego de palabras, y así, en tanto el precio de las cosas es unívoco y conocido, el concepto del valor pertenece más al mundo de lo subjetivo y lo relativo. En economía, no son pocas las veces en las que la valoración en contante y sonante se entrecruza con criterios morales, para los que el óptimo paretiano es flojo consuelo. Los economistas gustan de adornar sus diatribas y cavilaciones morales con términos importados como “moral hazard” y “asymmetric information”, siguiendo las enseñanzas de Arrow, para dar forma a lo que, en última instancia, es la historia misma de la humanidad, es decir, la lucha entre el bien y el mal. Parte de este concurso dialéctico se materializa en algo más cotidiano e inmediato para todos nosotros como es la competencia: manifestación primigenia del egoísmo animal que todos arrastramos desde la expulsión del Paraíso Terrenal, para unos, y fuerza motriz de la sociedad hacia mayores cotas de desarrollo y bienestar material e intelectual, para otros.
Lo cierto es que, en la fase de crecimiento del ciclo económico, las tensiones sociales se relajan y los agentes económicos tienden a que la distribución de los resultados de la abundancia se realice en función de criterios de mercado. Daría la impresión de que la prosperidad abriga el liberalismo, sin que ello implique que lo contrario no sea ni verdadero ni equivocado. Por otro lado, cuando la escasez acecha, afloran las miserias y los agentes económicos pugnan por no ser ellos los que asuman las tristes consecuencias de la fase decadente del ciclo, no reparando en esfuerzos para que sean otros quienes apechuguen con los costes. En este duelo, es frecuente que algunas de las partes en conflicto, ante el temor de verse condenado por las circunstancias a asumir una parte del coste del ajuste superior a la que considera justa, dé una patada al tablero y apele al poder interventor del Estado y es que daría la impresión de que la necesidad alienta el intervencionismo, sin que ello implique, tampoco, que lo contrario no sea ni cierto ni errado.
En estas reflexiones, ha influido no poco la reciente realidad española, en la que la escasa conflictividad social ha coincidido, en gran parte, con la bonanza y, previsiblemente, dicha conflictividad se acrecentará en esta fase de mohína económica en la que nos hallamos inmersos. Desde la huelga general del 2002, los sindicatos y la patronal han sido poco más que espectadores del devenir económico y beneficiarios de los frutos de la cornucopia; había para todos y, en consecuencia, la mejor manera de enfocar el paso por este valle de lágrimas era la de vive y deja vivir. Sin embargo, el maná ha dejado de depositarse todas las madrugadas y la posición en la cadena trófica impone una darwiniana competencia por evitar los inevitables costes del ajuste. Por consiguiente, no parece muy osado aventurar que un renacimiento de la conflictividad social está a la vuelta de la esquina. Es en esta clave en la que hay interpretar el reciente conflicto del sector de transporte: un colectivo intenta evitar, en la medida de lo posible, los costes del ajuste consustancial al incremento de los precios de un input básico, en este caso de los productos energéticos, y, para ello, exige que el Estado intervenga a través de la imposición de unas tarifas mínimas que aseguren el traspaso del alza de sus costes a otros colectivos, en detrimento del ajuste de la oferta que sería inevitable en condiciones de competencia. Como se ha dicho, la necesidad alienta el intervencionismo.
Por este motivo, cabe predecir que lo que hoy es una realidad en el sector del transporte por carretera, pronto será una situación, más o menos, generalizada para otros sectores productivos o, sin necesidad de apurar mucho el argumento, para el conjunto de la economía española. A su vez, ante una nueva estructura de costes relativos, parece muy probable que la composición sectorial de la economía española también experimente un cambio sustancial, teniendo, particularmente, en cuenta el desaforado peso que la construcción ha alcanzado en nuestra economía, donde representa el 17% del PIB. En estas circunstancias, ya se ha hablado en estas crónicas de la naturaleza microeconómica del ajuste, pero, posiblemente, no se haya hecho hincapié suficiente en que ésta es, en esencia, una política de oferta.
Nuestros políticos, siempre ansiosos por el “quick fix” que impone el impenitente ciclo, parecen haber dirigido sus miras hacia políticas de demanda en las que el aumento del gasto público tenga un protagonismo primordial, a través de la obra pública, el consumo público o las transferencias de renta al sector privado. Los hay que piensan que la presente crisis se caracterizará por un deterioro acelerado y una recuperación igualmente rápida; todo en un período de tiempo ligeramente superior a dos años. Esta óptica sería la correcta si las expectativas fueran que el modelo económico subyacente se mantiene sólido y resistente. Sin embargo, si se considera que el modelo económico que nos ha asegurado, prácticamente, 13 años de crecimiento sostenido muestra claros síntomas de agotamiento, el sostenimiento de la demanda agregada por vía del gasto público es tan sólo un paliativo transitorio, difícilmente sostenible en el tiempo, a la vista de nuestros compromisos en el marco de la UEM en materia de déficit fiscal y de deuda pública.
Por consiguiente, es la estructura de la oferta agregada la que precisa ser reformada y, más concretamente, de la estructura sectorial de la misma. Implícitamente, esto es lo que se plantea cuando se hacen llamamientos a un cambio en el modelo de crecimiento, cuando se argumenta la necesidad de aumentar la competividad de nuestra economía y de evolucionar hacia una economía productiva fundamentada en el conocimiento y en la tecnología. Así, frente a un enfoque tradicional de una política económica centrada en la demanda y de carácter macroeconómico, parecería que la situación exige un planteamiento por el lado de la oferta y de naturaleza microeconómica.
El caso es que no es la primera vez que la economía española se encuentra en una tesitura similar; no es la primera vez que la economía española se enfrenta a la necesidad de construir una política de naturaleza microeconómica, enfocada a un cambio en la estructura sectorial de la oferta productiva. No es preciso ser de los más viejos del lugar para recordar que nuestro ingreso en la entonces Comunidad Europea exigió el ajuste de nuestra oferta productiva, a fin de acomodar la transición desde una economía protegida a otra abierta. Ello se materializó en la llamada reconversión industrial, que, en sustancia, implicaba la liberación de recursos financieros, humanos y tecnológicos desde sectores menos competitivos para su traslado a otros más competitivos. Éste es, de nuevo, el reto de la economía española.
Ciertamente, el término reconversión industrial trae a la memoria, para muchos, difíciles recuerdos; sin embargo, cabría argumentar que ésta no sería una segunda edición sino una simple reanudación de la misma. Entre medias, la economía española distrajo la necesidad de reforma estructural centrándose en el sector inmobiliario. Agotada esta distracción, pero rearmada la economía española con un crecimiento que, prácticamente, ha duplicado su PIB en el curso de los últimos 12 años de crecimiento ininterrumpido, ésta ha de reemprender su camino de reestructuración sectorial.
A los poderes públicos se les presenta ahora una disyuntiva entre agotar el superávit fiscal acumulado en la financiación de medidas destinadas a estimular la demanda a través del consumo privado y la inversión pública o, por el contrario, contribuir activamente a esta segunda fase de la reconversión industrial mediante fórmulas dirigidas a reforzar el capital humano, tecnológico y comercial de las empresas. Este proceso requiere un profundo conocimiento de la estructura sectorial de la economía española, que, otrora, radicaba en la Administración, pero que hoy, posiblemente, haya que reconstruir y reubicar. ¿Por cierto, alguien sabe de qué Ministerio depende finalmente el CDTI?
Un Gobierno no escoge su herencia en materia económica, ni siquiera puede apelar a su aceptación a beneficio de inventario. Parece que el legado de una reforma sectorial de la economía española, aunque diferido en el tiempo y sólo a medio acabar, resulta ineludible. En Balmaseda, tierra de gente que gusta de pleitear, como ya le advirtió el Ministro de Justicia, Sr. Barroso, al histórico magistrado de la villa, D. Luis, al concederle el destino, las herencias nunca son fáciles. Siempre llevan aparejadas condiciones y codicilos que alimentan las disputas cainitas por los legados de los difuntos. En la familia de este cronista, donde las verdaderas joyas son un cuaderno de hule, una astilla de madera y un rizo dorado de pelo, no han salido a relucir los cortantes filos de los navajazos familiares.