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La reforma del ICO

 

El derribo de las murallas de Balmaseda y la reforma del ICO

Roque San Severino

Como muchos de los seguidores más perseverantes de este cronicón podían imaginar, una villa de historia tan prolija, fecunda y profunda como es Balmaseda, en su día, estaba amurallada. La muralla seguía el curso del río, paralela a la calzada romana, hasta llegar al barrio de San Lorenzo, donde, ya extramuros, se alzaba la prospera aljama.  Por el sur, llegaba hasta la plaza y se cerraba, monte arriba, en el castillo. Aunque éste resistió a las guerras napoleónicas, la muralla fue víctima del éxito de la Villa, que, constreñida y limitada, exigía crecederas más allá de sus cinco puertas. Esto aconteció ya en el XIX y a nuestros días sólo ha llegado una sombra de vestigio en el barrio de El Cubo.

Así, al igual que ocurrió con la muralla de Balmaseda, la crisis económica obliga a cuestionar y, si es el caso, derruir planteamientos, casi principios, que, hasta el momento de la búsqueda de una salida efectiva, se consideraban inamovibles, pétreos, verticales e inquebrantables. Lo que en bonanza es firme, en crisis pasa ya a la categoría de cuestionable. Lo que, en prosperidad, resuelve la ideología, en adversidad, exige ideas.

Esto es, en gran medida, lo que ha ocurrido en España con el concepto de banca pública. En los años de crecimiento firme y liquidez ilimitada, España, con gobiernos de ambos signos, desmanteló, en gran medida, el sistema de banca pública, cuyo último recuerdo es la Argentaria que hoy figura como coda en el nombre del segundo gran banco español. A partir de entonces, se instaló en la clase política y entre los “opinion makers” económicos la idea de que España no precisaba de una banca pública instrumental. Así, se limitó esta figura a la labor que, desde un concepto completamente diferente, como es el de banca de segundo piso, pudiera realizar el Instituto de Crédito Oficial (ICO).

La realidad es que la conjunción de dos fenómenos como son la extraordinaria abundancia de liquidez y la enorme capacidad de la banca para asumir riesgo condenaron al ICO a una vida lánguida, caracterizada por un permanente intento de buscar un lugar bajo el nuevo sol. La imposibilidad de encontrar nuevas líneas de negocio de relevancia tanto económica como social y, lo que siempre es más difícil, de éxito contribuyó, en gran medida, a dar la razón a quienes pensaban que se puede vivir, perfectamente, sin banca pública, como demostraba el hecho de que hasta los municipios encontraban, con facilidad, financiación para sus planes de gasto, sostenidos, por el lado de los ingresos por el, entonces,  exitoso monocultivo del ladrillo y el hormigón.

Pero, como siempre ocurre en esta vida y sólo saben ver los que enfocan sus ojos a cobijo del deslumbrante brillo del ciclo político, las cañas se acaban tornando en lanzas y el cambio en el signo del ciclo económico evidenció la necesidad de un instrumento público que permita la canalización de recursos financieros desde un mercado en estado de “shock” hacia una pléyade de empresas, particularmente pequeñas y medianas, necesitadas de liquidez para asegurar su supervivencia. En esta situación, el ICO reaccionó con sumo realismo y pragmatismo, aceptando la asunción de un riesgo que el sistema bancario, estrangulado en su capacidad de absorción de nuevos compromisos financieros, por el derrumbe de la construcción, no podía tomar. Así, por primera vez, los libros del ICO reflejan un riesgo diferente al estrictamente derivado de sus tradicionales operaciones de inyección de recursos finalistas al sistema bancario. El de ahora, no es un riesgo de intermediario financiero, sino de deudor último: la materialización irrebatible de que algo ha cambiado, de que algo ya no es igual que antes, de que el ICO ha dejado de ser, desde el punto de vista del activo, una entidad de segundo piso.

En esta circunstancia, la discusión acerca de la necesidad de creación de una banca pública está caduca: ha sido sobrepasada por la arrolladora fuerza de los hechos y solucionada por la incontestable fuerza de la realidad palpable y cotidiana. Ya no es el momento de evaluar la conveniencia de la creación de una banca pública, pues ésta, de hecho e irrefutablemente, ya existe y es operativa (“If it walks like a duck and it quacks like a ducke, then it’s a duck”). Los términos del debate son otros muy diferentes y se centran, esencialmente, en los objetivos y la forma de operar que ha de tener, en estos momentos, una banca pública en España, particularmente si se tiene en cuenta que ninguna fuerza política ha criticado esta evolución, esta reaparición de la banca público sino, más bien al contrario, se ha producido un interesadamente sordo consenso en torno a la necesidad de una mayor implicación directa del ICO en la canalización de crédito hacia determinados colectivos, como autónomos y pymes, considerados puntales en la estrategia de superación de la crisis y de mantenimiento del empleo.

Pero, desde un punto de vista tanto jurídico como operativo, por no hincar el diente a la vertiente, estrictamente, política, cabe plantear si este renacimiento sobrevenido de la banca pública en España resulta, en primer lugar oportuno y, en segundo lugar, si su actual articulación es la más adecuada. Así, el mercado ya ha respondido a la primera de estas preguntas y la prueba más fehaciente del carácter positivo de dicha respuesta es la presencia en las carreteras y las calles españolas de coches publicitarios del primer banco del país, enteramente privado, que reclaman para sí mismo el título de “Somos especialistas en ICO”. Lo normal sería que un sistema financiero privado rechazara la injerencia de una entidad bancaria pública que utiliza a aquél como simple comisionista captador de pasivo. Pero tampoco los tiempos son normales y el sistema bancario contempla esta función como un instrumento de mantenimiento de clientela a la que, de otra manera, no podría fidelizar, ante la imposibilidad de asumir determinados riesgos con ella.

Habiendo confirmado que los mercados no recelan de este advenimiento sobrevenido de la banca pública en España, es cuestión de dar un paso más y preguntarse si la actual estructura jurídica y operativa de la banca pública, esto es, del ICO, es la más adecuada para desarrollar la labor de canalización de recursos financieros públicos hacia determinados agentes económicos. Aquí las dudas empiezan a ser más densas, pues desde el fracaso del ICO como cabecera del holding de banca público y, casi inmediatamente, como banco de desarrollo a imagen del KFW alemán, éste se concibió, exclusivamente, como instrumento de provisión de recursos crediticios finalistas al sistema bancario. Pero esta encomienda, comprensible y lógica, se desarrolla, como se ha indicado, en un contexto de sobreabundancia de liquidez, que sumerge al ICO, durante, prácticamente, diez años, en un estado de difusa indeterminación que se caracteriza por practicar reducciones de personal para luego clamar por la insuficiencia de la plantilla; por la indefinición de nuevas y claras líneas de negocio, confiando en la innovación operativa que supondría la financiación de residencias de ancianos; por la permanencia de facilidades financieras que pronto cumplirán, con variaciones mínimas, más de quince años. 

El ICO recupera, lógicamente, su protagonismo cuando se trata de hacer política económica contracíclica, pero lo hace, en primer lugar, realizando una labor financiera para la que no fue concebido y, en segundo lugar y, prácticamente, como consecuencia de lo anterior, con una estructura jurídica, orgánica y de medios muy distante del óptimo. En definitiva, se trata de una estructura de un financiador de segundo piso que ha de hacer frente a las exigencias jurídicas y operativas de un financiador minorista que capta su activo a través de la banca comercial.

La mayor parte de los analistas coinciden que la actual fase operativa del ICO no es final sino enteramente transitoria. Las necesidades financieras del sistema y, particularmente, del sector empresarial de la economía española determinarán la evolución del ICO como agente financiero del Gobierno; pero la relevancia de esta tarea, desde un punto de vista de política económica y de reforma del modelo productivo español, aconseja ser profundamente realistas y admitir que, durante muchos años, preponderará la sequía crediticia y que la imagen de los océanos de liquidez pertenece más al recuerdo que a la esperanza. Por consiguiente, los poderes públicos contribuirían a la mayor eficacia de la labor del ICO analizando y, en su caso, modificando el mandato y el estatuto del ICO, reconociendo su carácter de banca pública y dotándolo de los recursos jurídicos, estructurales y dotaciones precisos para desarrollar su labor con la máxima eficiencia, lo que ahora resulta, cuanto menos, debatible.

Poca duda cabe de que el ICO está llamado a ser un instrumento particularmente activo y relevante de una política económica que supere el higiénico macroeconomicismo keynesiano y que se implique en soluciones de corte microeconómico como son la competitividad, la innovación, el emprendimiento (mejor que emprendedurismo) y la internacionalización.  La generación de facilidades financieras y de inversión para proyectos empresariales en fase “early stage”; la promoción e inversión en parques de innovación y tecnológicos; la inversión, conjuntamente con universidades y empresas, en invernaderos de empresas;  la financiación de la renovación de equipo industrial; el fomento de agrupaciones de “angel investors” a través de estructuras de inversión que faciliten las estrategias de salida de éstos; la financiación de operaciones de comercio exterior ante las limitaciones que va a imponer Basilea III; el apoyo a la exportación a través de la financiación del activo circulante que exige esta actividad; la gestión financiera de los ingentes recursos de que dispone la nueva filosofía gubernamental de priorizar la ayuda al desarrollo de carácter retornable; todas estas son actividades que deben ser evaluadas desde una perspectiva de política económica y cuyo desarrollo y materialización operativa recaerá sobre un ICO que, irremediablemente, ha de ser rediseñado para que, con criterios de eficiencia y eficacia, pueda dar respuesta al nuevo carácter de banco público que ya ejerce. 

Esta respuesta exige, aparte de importantes reformas jurídicas e institucionales, la definición de un nuevo organigrama, pues el actual, altamente concentrado en labores de “back office”, difícilmente puede atender a la necesidad de generación de nuevas líneas de actividad; precisa de una nueva definición de la actividad que el ICO realiza por cuenta del Estado y de diversos fondos que gestiona por cuenta de éste, clarificando su impacto en la cuenta de resultados del Instituto; demanda un cuestionamiento de su vigente estructura operativa, altamente concentrada desde el punto de vista geográfico, a fin de facilitar una mayor cercanía a su nuevo cliente último; requiere un planteamiento estratégico de la política de recursos humanos, adecuando ésta, en términos de tamaño y dotación de capital humano, a las exigencias reales que ya tiene.

Al ICO le está ocurriendo poco más o menos lo mismo que a Balmaseda, pues las murallas, lejos de ser una protección, llegaron a constituir un peligro para su desarrollo. En Balmaseda, este problema se solucionó, para tristeza de arqueólogos y turistas, derruyendo las murallas medievales; en el caso del ICO, su nuevo carácter de banca pública, impone una reforma de este organismo.
 

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