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El Estado y el cobro de servicios

 

Roque San Severino

Don Luis vivía en el número 1 de la plaza y a nadie se le ocurrió jamás apearle el tratamiento.  Ya su padre y su abuelo fueron jueces de la villa, cabeza de partido, y, durante muchos años, él fue Presidente de la Audiencia Provincial de Vizcaya.  Todavía recuerdo su figura grande y grave, envuelta en un armado abrigo negro, con sombrero rígido, recortando la bruma y la lluvia matinal camino de la estación. Entonces en Balmaseda llovía. Él iba y venía todos los días en tren hasta Bilbao, en un vagón particular, donde la pompa y la dignidad escasamente compensaban el frío y la ausencia de conversación. El viaje de mañana con el Correo y el de la noche, casi en penumbra, con el Hierro. Una rutina de muchos años que marcó la vida de un hombre integro, con una fe inquebrantable en lo público, como expresión y resultado de una voluntad colectiva.

Daría la impresión de que, en el mundo de hoy, donde los valores materiales parecen haber ganado a la partida a los principios como regidores del comportamiento tanto personal como colectivo, esa fe se ha diluido tanto en la derecha como en la izquierda. El jacobinismo, con el Estado como instrumento igualador, ha cedido protagonismo a un proceso en el que el Estado es, sencillamente, un operador no sujeto a restricciones económicas, cuyas acciones vienen determinadas por criterios políticos, por regla general, escasamente formalizados. Don Luis, con su planteamiento liberal decimonónico y sin haber leído a Buchanan y a Tullock y su teoría del “Public Choice”, se inquietaría ante la perspectiva de que un bien no estrictamente público, pero suministrado desde la Administración, sea cobrado por  ésta.

Desde hace muchos años, como un Guadiana que entra y sale del debate público, se viene estudiando la posibilidad de cobrar a las empresas los servicios que, en materia de internacionalización, se prestan desde las Oficinas Económicas y Comerciales y el ICEX.  Ciertamente, los caminos que conducen a este debate cíclico no son siempre los mismos. Unas veces fue la búsqueda de recursos extrapresupuestarios para financiar la expansión misma de estos servicios; otras fue la necesidad de introducir un factor discriminador de la demanda – “a precio cero, demanda infinita”-. Pero, por lo menos hasta ahora, su conclusión siempre fue la misma, esto es, desestimar esta opción.

Aparentemente, este debate ha vuelto a cuajar y la perspectiva de que se cobren algunos de estos servicios, una vez más, parece ser el objeto de sesudos argumentos tanto a favor como en contra.

A la hora de valorar este debate, la primera obligación de un analista es reconocer su necesidad y la segunda valorar la fuerza que unos y otros tienen sus argumentaciones. La irresponsabilidad no radica en plantear el debate sino en obviarlo, en pasar sobre él como si de ascuas se tratase, dejando para el que venga la obligación de enfrentarse a una realidad un poco más corrompida que la que uno heredó.

Sin embargo, en esta ocasión, para alcanzar algún tipo de conclusión válida, no basta, como se ha realizado en otras ocasiones, con un análisis de lo que “hacen los demás”. No es suficiente saber si los “postes d’expansion economiques”  franceses cobran o no por algunos de los servicios que prestan a las empresas de esa nacionalidad. Ni siquiera basta recordar si tal o cual Comunidad Autónoma cobra éste o aquél servicio a las empresas que lo solicitan. Con seguridad, este no es el problema. En el mejor de los casos, no pasa de ser un argumento complementario e ilustrativo.

Los criterios decisionales básicos, aplicables en el caso del cobro de servicios adicionales a los que, en la actualidad ya prestan las mencionadas Oficinas Económicas y Comerciales, deben ser dos: uno externo y otro de orden interno. El externo es el impacto que esta iniciativa puede tener sobre el mercado de la consultoría privada y valorar si el cobro de estos servicios prestados desde el sector público supone una mayor o menor competencia desleal que su gratuidad. Hay que preguntarse si esta irrupción del Estado en el mercado de la consultoría de internacionalización tiene algún efecto sobre el mercado y si ésta iniciativa va a generar algún tipo de modificación en el mismo, en primer lugar, expulsando del mismo a una parte de los demandantes de servicios gratuitos; en segundo lugar, desviando parte de la demanda hacia otros ámbitos de la oferta pública y, en tercer lugar, alterando la distribución entre oferta pública y privada. Esta reflexión es imprescindible, pues no sólo puede tener resultados sobre el proceso de internacionalización sino también, no cabe engañarse, consecuencias políticas. Muy pocas son las iniciativas públicas carentes de lectura política y ésta, ciertamente, no será una de ellas.

En el ámbito interno, la Administración ha de plantearse el interrogante de si  su propia estructura y el colectivo profesional encargado de la prestación de los servicios de pago están en condiciones de hacerlo. Desde este punto de vista, la capacidad de prestación de estos servicios exige, en esencia, dos fundamentos básicos: metodología y capital humano. Es preciso explicar, analizar y valorar económicamente el esfuerzo que la Administración haya realizado para dotarse de una metodología específica, diferenciada y contrastada.

Adicionalmente, es imprescindible  tener presente una realidad difícilmente debatible como es que dicha metodología va a ser aplicada por un colectivo humano dotado de una formación básica extraordinaria y una formación permanente abusivamente limitada. En consecuencia, será igualmente necesario explicar, analizar y valorar la inversión en formación de ese colectivo. La suma de estos dos procesos de inversión en metodología y formación dará una  cierta medida apriorística de la verdadera entidad de esta nueva oferta pública en materia de internacionalización. Pero la verdad es que este análisis puede volver a colocarnos “somewhere between the devil and the deep blue sea”. Si esta inversión es escasa, nos encontraremos ante un producto de escaso valor añadido que no responde, plenamente, a la demanda empresarial ; si es muy elevada, nos encontraremos ante servicios de consultoría de alto valor añadido que, hasta ahora, eran proporcionados por el sector privado.

Una vez más, antes de tomar una decisión, la Administración tiene que llevar a cabo un ejercicio de “soulsearching” y reflexionar sobre su adicionalidad en el ámbito de la internacionalización y de los efectos sobre ambas de esta iniciativa de cobro de servicios. 
En época de D. Luis, el Estado era omnipresente, resumen y compendio de valores y, por tanto, de poder; era el propio Estado el que definía la frontera entre las esferas pública y privada. El Estado postmoderno que hoy  alborea tiene que justificar, dubitativamente, cada paso, cada iniciativa. Así, en nuestros días, los límites entre lo público y privado son crecientemente difusos, resultado de un proceso dialéctico entre las partes y no de una definición unilateral, y, por tanto, iniciativas como ésta de cobro de servicios públicos sólo tienen sentido en un marco político y económico muy madurado. D. Luis encarnaba el Estado y su cargo le investía de “gravitas et autoritas”, incluso más allá de las lindes de la villa encartada por antonomasia, condición de la que hoy disfrutan escasos servidores públicos y que obliga a que la Administración rinda perennemente cuenta de su trabajo y de la calidad del mismo. El área de la internacionalización, naturalmente, no es una excepción.